Después de 9 días en La Paz nos retiramos rumbo a Oruro el 3 de mayo. Para evitar postergar nuestra salida, en vez de tomar la autopista que une El Alto con La Paz, escogimos la forma más floja: la línea amarilla del teleférico paceño. Además de ahorrarnos tiempo (el recorrido duro unos 5 minutos hasta la cumbre), no tuvimos que sacar la carga de la bicicleta y el precio es conveniente: el pasaje es de 3 bolivianos por persona -unos 300 pesos chilenos- más el mismo valor por la bicicleta. Destaco que hay algunos inconvenientes, como la falta de rampas en las estaciones (no pudimos entrar en los ascensores para gente en silla de ruedas, pero algunos empleados nos ayudaron mucho con el peso en las escaleras) y que el movimiento de entrada y salida de la cabina debe ser expedito para que no te arrastre con bici y todo hacia otra dirección. Sin embargo, el ahorro de tiempo es significativo y tuvimos una espectacular vista de la ciudad y la cordillera real.

Con otros cicloviajeros en Casa de Ciclista de La Paz, Bolivia. La foto es cortesía de Marie, ciclista francesa que aparece al extremo derecho.

Brigada Ramona Parra presente en La Paz, Bolivia.

Usando nuestro paso por La Paz, visitamos a Marc, amigo belga de Sylvain. Ambos se conocieron en la Casa de ciclistas paceña en el 2012, pero Marc se radico en la ciudad ya que conoció ese mismo año a la que se convertiría en su esposa.

La bicicleta de Sylvain dentro de la cabina del teleférico paceño.

Ya en El Alto, la distancia a Oruro, capital del departamento homónimo, es de un poco más de 200 –ininteresantes- kilómetros por la ruta 1. El tedio del camino se compensa con la seguridad de la berma de esta autopista. El 4 de mayo entramos a Oruro, aunque no pedaleamos por el centro, sino por la circunvalación de la misma ruta 1 por la periferia de la ciudad.

Desde Oruro hasta el empalme con la ruta 30 hay 120 kilómetros, nuevamente, sin mayores dificultades. Luego pedaleamos por la ruta 603, con dirección sudoeste pueblo de Salinas de Garci-Mendoza. La dificultad en todo este tramo se nos presentó como un fuerte viento de frente, pero con la ventaja de un camino totalmente asfaltado, mucho menos tráfico que en la ruta 1 con más espacios para acampar, gracias a numerosas ruinas en el curso del paisaje. Una vez en el pueblo mencionado, el 8 de mayo, nos abastecemos de alimentos y una gran reserva de agua, gracias a la llave que se encuentra en la plaza de armas.

Un par de paredes de adobe ofrecen una gran guarida de la ruta 1 boliviana.

La ruta 603 entrega una panorámica previa al Salar de Uyuni.

El camino desde Salinas de Garci-Mendoza hasta las faldas del Volcán Tunupa es de tierra.

Desde Salinas hasta la entrada del Salar el camino es de ripio y básicamente bordea el lado sur del volcán Tunupa (5300 m). Hasta cierto punto, al este del Volcán, es posible direccionarse para entrar directo al Salar, en vez de pedalear por un ripio mediocre a través de Jirira, Ayque y Coqueza. Elegimos esta opción considerando que ya estábamos en mayo, o sea, ya había pasado un mes desde la entrada del otoño (comienzo de la temporada seca y fría), es decir, los bordes del salar ya deberían estar secos. Pero no tuvimos mucha suerte. Los primeros kilómetros pedaleamos sobre una superficie mojada además de la sal que maculo gran parte de la bicicleta, un souvenir que se mantuvo por algunos días, hasta que pudimos lavar las bicicletas totalmente en Calama. Afortunadamente, llegamos a la zona más seca y compacta del salar, siguiendo mayormente las huellas de alquitrán dejadas por los vehículos 4×4, que acarrean miles de turistas a diario. La experiencia de pedalear, por este gran manto blanco, finalmente se volvió placentera.

A unos kilómetros de entrar al salar de Uyuni ya empezamos a ser engañados por el espejismo del mismo.

Acampada con el vecino salado.

Esto pasa cuando pedaleas por un salar que no está totalmente seco.

El Salar no tiene caminos, pero no hay duda por donde pasan los vehículos motorizados.

Desde el acceso norte a la salida sur hay unos 100 kilómetros. A medio camino se encuentra la isla Incahuasi, uno de los principales focos turísticos del Salar. Disfrutamos un poco menos la segunda mitad porque el viento austral nos empujaba, además la preocupación por la acumulación de densas nubes negras que sugerían que una tormenta se aproximaba. Por supuesto, el Salar de Uyuni no es el lugar para experimentar lluvias densas: terreno muy plano equivale a una alta probabilidad de impacto de rayos, asimismo de ser una zona de acumulación de agua. Así que pedaleamos con mucha prisa para salir de allí por el lado de Chuvica y acampar antes de que oscureciera. Finalmente, no llovió, pero no importa 🙂

Vista del volcán Tunupa desde el sudeste.

Parte de la Isla Incahuasi, en el salar de Uyuni, hogar de numerosos cardones de la puna (Echinopsis atacamensis).

Si disfrutas del silencio, pedalea por el salar más grande del mundo.

Desde este punto hasta la frontera con Chile (Avaroa/Ollagüe) son unos 130 kilómetros de ripio, y no exactamente un camino sencillo: la superficie alterna bruscamente entre zonas de arena y profundas calaminas, aunque en general no hay desniveles significativos. El viento no nos dio tregua por gran parte del Altiplano y este tramo no fue la excepción.

Cuando nos acercábamos al pueblo de San Juan, Bolivia, sobrellevando todas estas condiciones, tuvimos un extraño encuentro con una patrulla de militares en un auto 4×4: querían absolutamente controlar nuestro equipaje, a pesar de que el viento ni siquiera nos dejaba escucharlos y que estábamos en el medio de la nada. La lógica indicaba que no había ninguna forma de hacer una inspección allí por las siguiente razones (que les di a entender): (1) íbamos saliendo del país, si llevábamos algo que fuera un problema sería mejor controlarnos al entrar al país, (2) somos cicloviajeros, no llevamos muchas cosas con nosotros, ¿por qué meternos en problemas de llevar drogas, si necesitamos solo lo necesario?, y (3) el viento podría hacernos perder un montón de cosas si accedemos al control allí, sobre todo si no tenemos ni un lugar para protegernos o para apoyar nuestras bicicletas. Después de un par de minutos argumentando todo esto, solo manosearon nuestro equipaje y se rindieron de abrirlo, lo que nos hizo pensar en sus reales motivaciones. Unos metros después, y cuando ya vimos que la patrulla desapareció, revisamos si no habían dejado alguna “sorpresita” en nuestras alforjas. La paranoia es algo que nos acompañó gran parte de nuestro viaje, y que quizás nos ayudó a no sufrir ningún robo o pérdida importante.

Al llegar a San Juan, el 11 de mayo, pretendíamos pagar por alojamiento y una ducha. No conseguimos un lugar, estaba todo lleno, así que planeamos seguir, pero el viento no nos dejaba avanzar y cuando comenzó a formarse una tormenta de arena decidimos volver al pueblo. Por emergencia nos cobijamos al lado de un muro de la iglesia local, aunque el viento era tan fuerte que paso casi toda la noche levantando el piso de la carpa y azotando sus costados, lo que hizo muy difícil descansar apropiadamente.

Los caminos que nos encontramos después de cruzar el salar no eran con grandes desniveles, pero si con muchas «calaminas».

Ese cordón montañoso parece familiar…¡estamos cerca de la frontera con Chile!

El día siguiente, 12 de mayo, logramos llegar a la frontera después de un largo día sorteando calaminas pero al menos esta vez pudimos descansar protegidos del viento, ya que los trabajadores del SAG y Aduana chilena nos dieron permiso para acampar en un rinconcito de la zona donde ellos revisan equipaje, que posee paredes y techo, además de un baño muy cerca. La amabilidad de mis compatriotas fue un regalo anticipado de cumpleaños para Sylvain, aunque yo también me contente 😀

Vicuñas galopando por el salar Ascotán con el callejón Cañapa (?) de fondo.

Los últimos 200 kilómetros a Calama no fueron sorpresa ya que esta parte la habíamos hecho en el 2015. Pero una cosa es cierta, después de casi dos años afuera del suelo natal, sentí mucha nostalgia de reencontrarme con Chile.